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La Mazmorra Abandon - La mejor selección de abandonware de terror y misterio de la red :: Ver tema - La sombra sobre Innsmouth - Parte 4
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mercenario Alquimista del mal
Registrado: Mar 17, 2006 Mensajes: 2280
Publicado: Sab Jul 21, 2007 1:07 pm Asunto : La sombra sobre Innsmouth - Parte 4
IV
Es difÃcil describir el estado de ánimo que me embargó después de este episodio lastimoso, tan insensato y conmovedor como grotesco y terrorÃfico. El muchacho de la tienda de comestibles me habÃa preparado de antemano, y no obstante, la realidad me habÃa dejado aturdido y confuso. Aunque era un relato pueril, la absurda seriedad y el horror del viejo Zadok me habÃan producido una alarma que venÃa a aumentar mi sentimiento de aversión hacia aquel pueblo que parecÃa envuelto por una sombra intangible.
Ya reflexionarÃa más adelante sobre aquella historia, para ver lo que tenÃa de cierto. Por el momento, deseaba no pensar más en ello. Se me estaba echando el tiempo encima de manera peligrosa: eran las siete y cuarto por mi reloj, y el autobús para Arkham salÃa de la Plaza a las ocho, asà que traté de orientar mis pensamientos hacia lo práctico y caminé a toda prisa por las calles miserables y desiertas en busca del hotel donde habÃa consignado mi maleta, delante del cual tomarÃa mi autobús.
La dorada luz del atardecer comunicaba a los decrépitos tejados y chimeneas cierto encanto mÃstico y sereno. No obstante, me sentÃa receloso. Instintivamente, miraba hacia atrás con disimulo. Pensaba con alivio en verme lejos del maloliente pueblo de Innsmouth, y ojalá hubiese otro vehÃculo que no fuera el del siniestro Sargent. Sin embargo, no querÃa correr. A cada paso surgÃan detalles arquitectónicos que valÃa la pena contemplar; además, tenÃa tiempo de sobra.
Estudié el plano del dependiente de la tienda y me metà por Marsh Street, que no conocÃa, para salir a Town Square. Cerca de la esquina de Fall Street empecé a ver grupos esporádicos de gentes furtivas que hablaban en voz baja. Al llegar por fin a la Plaza, vi que casi todos los haraganes se habÃan congregado alrededor de la puerta de Gilman House. ParecÃa como si aquella infinidad de ojos saltones e inmóviles estuvieran fijos en mÃ, mientras pedÃa mi maleta en el vestÃbulo. Interiormente hacÃa votos por que no me tocara de compañero de viaje ninguno de aquellos tipos desagradables.
Un poco antes de la ocho, apareció petardeando el autobús con tres viajeros. Un individuo de aspecto equÃvoco, desde la acera, dijo unas palabras incomprensibles al conductor. Sargent bajó el saco del correo y un rollo de periódicos, y entró en el hotel. Mientras, los viajeros -los mismos hombres a quienes habÃa visto llegar a Newburyport aquella mañana- se encaminaron a la acera con su paso bamboleante y cambiaron con un ocioso algunas desmayadas palabras guturales, en una lengua que de ningún modo era inglés. Subà al coche vacÃo y ocupé el mismo asiento que al venir, pero no hice más que sentarme, cuando reapareció Sargent y empezó a hablarme con un repugnante acento gutural.
Al parecer estaba yo de mala suerte. El motor no iba bien; habÃa podido llegar a Innsmouth, pero era imposible continuar el viaje hasta Arkham. No, era imposible repararlo esta misma noche; tampoco habÃa otro medio de transporte. Sargent lo sentÃa mucho, pero yo tenÃa que parar en el Gilman. Probablemente el conserje me harÃa un precio asequible. No se podÃa hacer otra cosa. Casi anonadado por este contratiempo imprevisto, y realmente atemorizado ante la idea de pasar allà la noche, dejé el autobús y volvà a entrar en el vestÃbulo del hotel donde el conserje del turno de noche -un tipo hosco y de raro aspecto-- me dijo que en el penúltimo piso tenÃa una habitación, la 428, que era grande aunque sin agua corriente, que costaba un dólar la noche.
A pesar de lo que me habÃan contado en Newburyport sobre este hotel, firmé en el registro, pagué mi dólar, dejé que el conserje recogiera mi maleta, y subà tras él los tres tramos de crujientes escaleras; finalmente recorrimos un pasillo polvoriento y desierto, y llegamos a mi habitación. Era un lúgubre cuartucho trasero con dos ventanas y un mobiliario barato y gastado. Las ventanas daban a un patio oscuro, cerrado entre dos bajos edificios abandonados, y desde ellas podÃa contemplarse todo un panorama de tejados decrépitos que se extendÃa hacia poniente, hasta las marismas que rodeaban la población. Al final del pasillo habÃa un cuarto de baño, reliquia deprimente que constaba de una taza de mármol, una bañera de estaño, una luz bastante floja, cuatro paredes despintadas y numerosas tuberÃas de plomo.
Como aún era de dÃa, bajé a la Plaza a ver si podÃa cenar, Y una vez más observé que los ociosos me miraban de manera especial. La tienda de comestibles estaba cerrada, asà que no tuve más remedio que entrar en el restaurante. Me atendieron un hombre de cabeza estrecha y ojos inmóviles, y una moza de nariz aplastada y unas manos increÃblemente bastas y desmañadas. Como no habÃa mesas, tuve que cenar en el mostrador, lo que me permitió comprobar que, afortunadamente, casi toda la comida era de lata. Tuve bastante con un tazón de sopa de verduras y regresé en seguida a la frÃa habitación del Gilman. Al entrar tomé el periódico de la tarde y una revista llena de cagadas de mosca que habÃa en un estante desvencijado, junto al pupitre del conserje.
Cayó el crepúsculo y se hizo de noche. Encendà la única luz, una bombilla mortecina que colgaba sobre la cama de hierro, y continué como pude la lectura que habÃa comenzado. Me pareció conveniente mantener la imaginación ocupada en cosas saludables. No querÃa darle más vueltas a las cosas raras que pasaban en aquel pueblo sombrÃo, al menos mientras estuviese dentro de sus lÃmites. La descabellada patraña que le habÃa oÃdo al viejo bebedor no me auguraba sueños muy agradables. Me daba cuenta de que debÃa apartar de mà la imagen de sus ojos aguanosos y enloquecidos.
Tampoco debÃa pensar en lo que el inspector de Hacienda habÃa contado al empleado de la estación de Newburyport sobre Gilman House, y sobre las voces de sus huéspedes nocturnos... Asimismo, era menester apartar de mi imaginación el rostro que habÃa vislumbrado bajo una tiara en la negra entrada de la cripta, porque en verdad, pensar en él me causaba una impresión de lo más desagradable. Quizá me hubiera resultado más sencillo desechar todas esas inquietudes si mi habitación no hubiese sido un lugar tremendamente lúgubre. Además del hedor a pescado que era general en todo el pueblo, reinaba allà dentro una atmósfera de humedad estancada, lo que me sugerÃa inevitablemente emanaciones de putrefacción y de muerte.
Otra cosa que me inquietaba era que la puerta de mi habitación carecÃa de cerrojo. Se veÃa claramente que lo habÃa tenido y, a juzgar por las señales, lo habÃan debido quitar recientemente. Sin duda se habÃa estropeado, como tantas otras cosas de este cochambroso edificio. En mi nerviosismo, rebusqué por allà y encontré un cerrojo en el armario que me pareció igual que el que habÃa tenido la puerta. Nada más que para tranquilizar esta tensión de nervios que me dominaba, me dediqué a colocarlo yo mismo con la ayuda de una navaja que siempre llevo conmigo. El cerrojo encajaba perfectamente. Me sentà aliviado al ver que quedarÃa bien cerrado cuando me fuera a acostar. No es que yo lo estimara realmente necesario, pero cualquier cosa que contribuyera a mi seguridad me ayudarÃa también a descansar. Las dos puertas laterales que comunicaban con las habitaciones contiguas tenÃan su correspondiente cerrojo, y pude comprobar que estaban pasados.
No me desnudé. Decidà estar leyendo hasta que me entrase sueño. Entonces me quitarÃa la chaqueta, el cuello, los zapatos, y me echarÃa a dormir un poco. Saqué la linterna de la maleta y la metà en el bolsillo del pantalón con el fin de poder consultar el reloj si me despertaba a media noche. Pasó algún tiempo y el sueño no me venÃa. Cuando me paré a analizar mis pensamientos, me di cuenta de que inconscientemente estaba tenso, alerta, con el oÃdo atento, a la espera de algún sonido que me producirÃa un miedo infinito, aun sin saber por qué. El relato del inspector debió de influir en mi imaginación más de lo que yo suponÃa. Traté de reanudar la lectura, pero no lo conseguÃ.
Llevaba un rato asÃ, cuando me pareció oÃr que crujÃan los escalones y los pasillos, como si alguien caminase con sigilo. Me dije que seguramente los demás huéspedes empezaban a ocupar sus habitaciones. No se oÃan voces. Con todo, me dio la impresión de que en aquellos ruidos habÃa un no sé qué furtivo. Aquello no me gustó, y empecé a pensar si no serÃa mejor pasar la noche en vela. Los tipos de aquel pueblo eran sospechosos por demás, y era indudable que habÃan ocurrido varias desapariciones. ¿Me encontraba en una posada de ésas donde se asesina a los viajeros para robarles? Desde luego, yo no tenÃa aspecto de nadar en la abundancia. ¿O acaso la gente del pueblo odiaba hasta ese extremo a los visitantes curiosos? ¿Les habÃa molestado mi curiosidad? Porque, evidentemente, me habÃan visto recorrer plano en mano los barrios más caracterÃsticos de la localidad… Pero de pronto, pensé que muy asustado tenÃa que hallarme para que unos pocos crujidos casuales me pusieran en ese estado de excitación. De todos modos, sentà no tener un arma a mano.
Finalmente, vencido por un agotamiento que nada tenÃa que ver con el sueño, eché el recién instalado cerrojo, apagué la luz, y me tumbé en la cama sin despojarme de la chaqueta, ni del cuello ni de los zapatos. La oscuridad parecÃa amplificar todos los ruidos menudos de la noche. Me invadió un sinfÃn de pensamientos desagradables. Lamenté haber apagado la luz, pero me sentÃa demasiado cansado para levantarme y volverla a encender. Luego, después de un largo rato y tras una serie de crujidos claros y distintos que procedÃan de la escalera y el corredor, oà un roce suave e inconfundible en el que se concretaron instantáneamente todas mis aprensiones. Ya no cabÃa duda: con cautela, de una manera furtiva y a tientas, estaban tratando de abrir con una llave la cerradura de mi puerta.
La sensación de peligro que me invadió en ese momento no fue demasiado turbadora, quizá, por los vagos temores que venÃa experimentando. De modo instintivo, aunque sin una causa definida, me hallaba en guardia, lo que suponÃa en cierto modo una ventaja para enfrentarme con la prueba real que me aguardaba. Con todo, la concreción de mis vagas conjeturas en una amenaza real e inmediata constituyó para mà una profunda conmoción. Ni por un momento se me ocurrió que el que estaba manipulando en la cerradura de mi cuarto se habrÃa equivocado. Desde el primer instante sentà que se trataba de alguien con malas intenciones, asà que me quedé quieto, callado como un muerto, en espera de los acontecimientos.
Al cabo de un rato cesó el apagado forcejeo y oà que entraban en una habitación contigua a la mÃa. Luego intentaron abrir la cerradura de la puerta que comunicaba con mi cuarto. Como es natural, el cerrojo aguantó firme, y el suelo crujió al marcharse el intruso. Poco después se oyó otro chirrido apagado. Estaban abriendo la otra habitación contigua, y a continuación probaron a abrir la otra puerta de comunicación, que también tenÃa echado el cerrojo. Después, los pasos se alejaron hacia las escaleras. Fuera quien fuese, habÃa comprobado que las puertas de mi dormitorio estaban cerradas con cerrojo y habÃa renunciado a su proyecto. De momento, como tuve ocasión de ver.
La presteza con que concebà un plan de acción demuestra que, subconscientemente, me estaba temiendo alguna amenaza, y que durante horas enteras habÃa estado maquinando, sin darme cuenta, las posibilidades de escapar. Desde el principio comprendà que el desconocido que habÃa intentado abrir representaba un peligro con el que no debÃa enfrentarme, sino huir cuanto antes. TenÃa que salir del hotel lo más pronto posible, y desde luego, no debÃa emplear la escalera ni el pasillo.
Me levanté sin hacer ruido. Enfoqué la llave de la luz con mi linterna. Mi intención era coger algunas cosas de la maleta, echármelas en el bolsillo y huir con las manos libres. Le di al interruptor pero no sucedió nada: habÃan cortado la corriente. Estaba claro que el misterioso ataque habÃa sido preparado con todo detalle, aunque ignoraba con qué finalidad. Mientras reflexionaba, sin quitar la mano del interruptor, oà un apagado crujido en el piso de abajo; me pareció distinguir un rumor como de conversación, pero un momento después pensé que me habÃa confundido. Se trataba sin duda alguna de gruñidos roncos y graznidos mal articulados, cosa que guardaba muy poca relación con cualquier lenguaje humano conocido. Luego pensé con renovada insistencia en lo que el inspector de Hacienda habÃa oÃdo una noche en este mismo edificio ruinoso y pestilente.
Con ayuda de la linterna tomé lo que necesitaba de mi maleta, me lo metà todo en los bolsillos, me puse el sombrero y me acerqué de puntillas a la ventana para calcular las posibilidades de mi descenso. A pesar de las reglas de seguridad establecidas por la ley, no habÃa escalera de incendios en este lado del hotel, y mis ventanas correspondÃan al cuarto piso. Como he dicho, daban a un patio lóbrego y encajonado entre dos edificios, ambos con sus tejados inclinados que alcanzaban hasta el cuarto piso. Sin embargo, no podÃa saltar a ninguno de los dos desde mis ventanas, sino desde dos habitaciones más allá, a uno o a otro lado. Inmediatamente me puse a calcular las probabilidades de llegar a una cualquiera de ellas.
Decidà no arriesgarme a salir al pasillo, donde mis pasos serÃan oÃdos sin duda alguna, y donde me tropezarÃa con dificultades insuperables para entrar en la habitación elegida. Unicamente podrÃa tener acceso a través de las puertas laterales, menos sólidas, que comunicaban unas habitaciones con otras. TendrÃa que forzar las cerraduras y los cerrojos arremetiendo con el hombro, caso de encontrarlas cerradas por el otro lado. Me pareció que era lo más factible, porque las puertas no tenÃan aspecto de resistir mucho. Pero no podrÃa hacerlo sin ruido. TendrÃa que contar con la rapidez y la posibilidad de llegar a la ventana antes de que cualesquiera fuerzas hostiles tuvieran tiempo de abrir la puerta correspondiente al pasillo. Reforcé la de mi propia habitación apuntalándola con la mesa de escritorio que arrastré cautelosamente para hacer el menor ruido posible.
Me daba cuenta de que mis probabilidades eran muy escasas, pero estaba enteramente dispuesto a afrontar cualquier eventualidad. Aun cuando lograse alcanzar otro tejado, no habrÃa resuelto el problema por completo, porque me quedarÃa aún la tarea de llegar al suelo y escapar del pueblo. A mi favor estaban la desolación y la ruina de los edificios vecinos y el gran número de claraboyas que se abrÃan en sus tejados.
Consulté el plano del muchacho de la tienda, La mejor dirección para salir del pueblo era hacia el sur, asà que miré primero la puerta de comunicación correspondiente. Se abrÃa hacia mÃ; por lo tanto, después de descorrer el cerrojo y comprobar que la puerta no se abrÃa, consideré que me iba a ser muy difÃcil forzarla. Por consiguiente, abandoné esa dirección y corrà la cama contra la puerta para impedir cualquier ataque desde esta habitación. La otra puerta se abrÃa hacia el otro lado. Ese debÃa de ser mi camino, a pesar de comprobar que estaba cerrada con llave y que tenÃa el cerrojo echado por el otro lado. Si podÃa llegar al tejado del edificio de ese lado, que correspondÃa a Paine Street, y conseguÃa bajar al suelo, quizá pudiese cruzar el patio en cuatro saltos y atravesar uno de los dos edificios para salir a Washington Street o Bates Street. También podÃa saltar directamente a Paine Street, dar un rodeo hacia el sur y meterme por Washington Street. En cualquier caso, tenÃa que dirigirme a Washington Street como fuese, y huir de los alrededores de Town Square. SerÃa preferible evitar Paine Street, ya que el parque de bomberos podÃa estar abierto toda la noche.
Mientras meditaba todo esto contemplé la inmensa marea de tejados ruinosos que se extendÃa bajo la luz de la luna. A la derecha, la negra herida de la garganta del rÃo hendÃa el panorama. Las fábricas abandonadas y la estación de ferrocarril se aferraban como lapas a un lado y a otro. Detrás se veÃan las vÃas herrumbrosas y la carretera de Rowley que atravesaban la llanura pantanosa, punteada de montÃculos cubiertos de seca maleza. A la izquierda, en un área más cercana, y cruzada por numerosas corrientes de agua salitrosa, la estrecha carretera de Ipswich brillaba con el blanco reflejo de la luna. Desde la ventana del hotel no alcanzaba a ver la carretera que iba hacia el sur, hacia Arkham, donde pensaba dirigirme.
Estaba reflexionando, hecho un mar de dudas, sobre el momento más oportuno para poner en práctica este plan, cuando percibà abajo unos ruidos indefinidos a los que siguió inmediatamente un crujido pesado en las escaleras. Irrumpió el débil parpadeo de una luz por el montante de la puerta, y el entarimado del corredor comenzó a gemir bajo un peso considerable. Oà unos ruidos guturales, puede que de origen humano, y finalmente sonaron unos fuertes golpes en mi puerta.
Por un momento me limité a contener la respiración y a esperar. Me pareció que transcurrÃa una eternidad. Y de repente, el olor a pescado comenzó a hacerse más penetrante. Después se repitieron las llamadas con insistencia, más impacientes cada vez. Comprendà que habÃa llegado el momento de actuar. Descorrà el cerrojo de la puerta lateral y me dispuse a cargar contra ella para abrirla. Los golpes eran cada vez más fuertes; tal vez disimularÃan el ruido que iba a hacer yo. Por fin comencé a embestir una y otra vez contra la delgada chapa, sin preocuparme del dolor que me producÃa en el hombro. La puerta resistió más de lo que habÃa calculado, pero continué en mi empeño. Mientras tanto, el alboroto del pasillo iba en aumento delante de mi puerta.
Finalmente cedió la puerta contra la que estaba cargando, pero con tal estrépito que los de fuera tuvieron que oÃrlo. Los golpes se convirtieron en violentas arremetidas, y a la vez, oà un fatÃdico sonido de llaves en las dos puertas vecinas a la mÃa. Me precipité a la otra habitación y conseguà echar el cerrojo a la puerta del vestÃbulo antes de que la abrieran, pero entonces oà cómo trataban de abrir con una llave la tercera puerta, la de la habitación cuya ventana pretendÃa alcanzar.
Por un instante, me sentà totalmente desesperado. Me iban a atrapar en una habitación cuya ventana no me ofrecÃa salida posible. Una oleada de horror me invadió al descubrir, a la luz de mi linterna, las huellas que habÃan dejado en el polvo del suelo los intrusos que habÃan tratado de forzar la puerta lateral. Después, gracias a un acto puramente automático, desprovisto de toda lucidez, corrà a la siguiente puerta de comunicación y me dispuse a derribarla.
La suerte me fue favorable… La puerta de comunicación no sólo no tenÃa echada la llave, sino que estaba entreabierta. Entré en un salto y apliqué la rodilla y el hombro a la puerta del vestÃbulo, que en ese momento se estaba abriendo. Agarré desprevenido al que trataba de abrir, de suerte que conseguà pasar el cerrojo, cosa que hice también en la otra puerta que acababa de franquear. Durante los breves instantes de alivio que siguieron, oà que disminuÃan las embestidas contra las otras dos puertas, mientras crecÃa un confuso alboroto en mi primitiva habitación, cuya puerta lateral habÃa atrancado yo con la cama. Evidentemente, el tropel de mis asaltantes habÃa entrado por la habitación contigua del otro lado y se lanzaba tras de mà por el mismo camino. En ese mismo momento oà cómo introducÃan una llave en la puerta del pasillo de la habitación siguiente. Estaba rodeado.
La puerta lateral que daba a esta habitación estaba abierta de par en par. No habÃa tiempo de contener la del vestÃbulo, que ya la estaban abriendo. Lo único que pude hacer fue echar el cerrojo de la puerta lateral de comunicación, igual que habÃa hecho en la de enfrente, y colocar la cama contra una, la mesa de escritorio contra otra, y el aguamanil contra la del pasillo. DebÃa confiar en estas barreras improvisadas hasta que hubiera saltado por la ventana al tejado del edificio de Paine Street. Pero aun en este trance supremo, el horror que yo sentÃa no se debÃa a la fragilidad del dispositivo de defensa. Lo que a mà me horrorizaba era que ninguno de mis perseguidores -aparte ciertos jadeos, gruñidos y ladridos apagados -habÃa pronunciado una sola palabra inteligible y humana.
Mientras corrÃa los muebles y me precipitaba hacia la ventana, se oyó una carrera espantosa por el pasillo hacia la habitación contigua a la que me encontraba yo. Cesaron las embestidas en el otro lado. Era evidente que la mayorÃa de mis adversarios se estaba congregando ante la débil puerta lateral. Afuera, la luna bañaba el tejado de abajo. Calculé que era un salto arriesgado, debido a la inclinación que tenÃa el sitio donde habÃa de aterrizar.
De acuerdo con mi plan, elegà la ventana más meridional que tenÃa el cuarto. QuerÃa saltar en la vertiente del tejado que daba al patio y escabullirme por la claraboya más cercana. Una vez dentro de uno de aquellos edificios, tenÃa que contar con que me perseguirÃan. Pero confiaba en poder alcanzar la planta baja y evadirme por una de las puertas abiertas del patio, desembocar finalmente en Washington Street, y salir del pueblo en dirección sur.
El alboroto de la habitación vecina era terrible. La puerta comenzó a ceder. Los asaltantes habÃan traÃdo un objeto pesado y lo estaban empleando como ariete. No obstante, la cama aún se mantenÃa firme contra la puerta, de forma que todavÃa tenÃa la posibilidad de huir. La ventana estaba flanqueada por pesados cortinajes de terciopelo, suspendidos de una barra mediante anillas de latón. Descubrà que en el exterior habÃa unos sólidos ganchos para sujetar los batientes de la ventana. Viendo que aquello me proporcionaba los medios de evitar un salto peligroso, di un tirón a las colgaduras y las arrojé al suelo con barra y todo. Rápidamente enganché dos anillas en el gancho exterior y solté el cortinaje al vacÃo. Los pesados pliegues llegaban sobradamente al tejado. Comprobé que las anillas y el gancho podÃan soportar mi peso y luego me deslicé por la improvisada escala, dejando atrás para siempre el siniestro edificio de Gilman House.
Puse pie en las sueltas pizarras del tejado. La pendiente era muy pronunciada. Conseguà llegar a una de las claraboyas sin resbalar. Me volvà para mirar la ventana por donde habÃa salido. Aún estaba a oscuras. Allá lejos, entre las desmoronadas chimeneas de la parte norte, se veÃan diversas luces. Se trataba del edificio de la Orden de Dagon, de la iglesia anabaptista y de la iglesia congregacionista, cuyo recuerdo me producÃa escalofrÃos. Como no vi a nadie en el patio, confié en poder salir por allà antes de que cundiera la alarma general. Enfoqué mi linterna por la claraboya y vi que no habÃa escalones que me permitieran bajar. No obstante, la altura no era excesiva, de modo que me dejé caer, yendo a parar a una habitación llena de polvo y atestada de cajas medio deshechas y de barriles.
El sitio era lúgubre, pero apenas me produjo impresión alguna. Me precipité inmediatamente por unas escaleras que descubrà gracias a la linterna. Miré la hora: eran las dos de la madrugada. Los peldaños crujieron levemente bajo mi peso. Corrà escaleras abajo, crucé una especie de granero, en la segunda planta, y llegué a la planta baja. Reinaba en ella la más completa desolación; sólo el eco respondÃa al ruido de mis pasos presurosos. Por fin llegué al vestÃbulo. En un extremo se veÃa un débil rectángulo de luz que recortaba la puerta que daba a Paine Street. Tomé la otra dirección y me encontré con que la puerta de atrás también estaba abierta. Bajé cinco peldaños de piedra y me hallé al fin en el patio de losas y césped.
La luz de la luna no llegaba hasta aquÃ, pero se veÃa el camino sin necesidad de linterna. Algunas de las ventanas de Gilman House estaban débilmente iluminadas, e incluso me pareció oÃr ruido en su interior. Caminé cautelosamente en dirección a la salida que daba a Washington. Encontré varias puertas abiertas y elegà la más cercana. Atravesé un pasillo oscuro y al llegar al otro extremo, vi que la puerta de la calle estaba sólidamente cerrada. Decidà probar en otro edificio. Volvà a tientas sobre mis pasos, pero me detuve en seco junto a la puerta del patio.
Por una puerta del Gilman salÃa un enjambre de siluetas dudosas… Agitaban sus linternas en la oscuridad; el graznido horrible de sus voces se mezclaba con unos gritos apagados en lengua extraña. Las figuras se movÃan de manera incierta. Me di cuenta de que no sabÃan qué dirección habÃa tomado, y no obstante, me sacudió un escalofrÃo de horror. No se distinguÃan bien sus figuras, pero su andar encogido y bamboleante me producÃa una inexplicable repugnancia. Lo más desagradable era la figura extraña coronada con su tiara, ya familiar para mÃ, que avanzaba al frente de la comitiva. Al ver cómo aquellas figuras se desplegaban por todo el patio, mis temores aumentaron. ¿Y si no encontrara ninguna salida a la calle? El olor a pescado se hizo tan intenso, que dudé si serÃa capaz de soportarlo sin desmayarme. Nuevamente me metà a tientas, en busca de una salida. Abrà una puerta y entré en una habitación vacÃa; las ventanas estaban cerradas, pero carecÃan de falleba. Alumbrándome con la linterna pude abrir las contraventanas. Un momento después salté al exterior y cerré cuidadosamente la ventana, dejándola como la habÃa encontrado.
Estaba, pues, en Washington Street. Por el momento no se veÃa un alma, ni habÃa más luz que la de la luna. Sin embargo, a lo lejos, y en distintas direcciones, se oÃan roncos gruñidos, carreras precipitadas, y una especie de pataleo que no era exactamente un ruido de pasos. No tenÃa tiempo que perder. SabÃa orientarme en la oscuridad, de modo que casi agradecà que estuvieran apagadas las luces de las calles, como es costumbre en las poblaciones rurales atrasadas. Algunos ruidos provenÃan del sur; no obstante, persistà en mi deseo de escapar en esa dirección. SabÃa que encontrarÃa gran número de portales desiertos donde podrÃa refugiarme, caso de tropezarme con alguien.
Caminaba de prisa, con cautela, pegado a las fachadas ruinosas. Aunque iba desaliñado por culpa de mi fuga precipitada, nada habÃa en mà que llamara especialmente la atención. Tal vez pudiera pasar desapercibido si me cruzaba con algún transeúnte. En Bates Street me metà en un portal abierto y aguardé a que cruzaran dos individuos bamboleantes que venÃan en dirección contraria. Volvà a salir en seguida y proseguà mi camino. Me acercaba a la plaza donde Eliot Street y Washington Street se cruzan oblicuamente. Aunque este barrio me era desconocido, me pareció peligroso a juzgar por el plano del muchacho de la tienda. La luna darÃa de lleno en la plaza, pero era inútil intentar evitarla; cualquier otra dirección supondrÃa una serie de rodeos que me harÃan perder mucho tiempo y supondrÃan más ocasiones de que me vieran. Lo único que me cabÃa hacer era cruzar por las buenas imitando lo mejor posible el andar bamboleante, caracterÃstico de aquella gente, y esperar que nadie se fijara en mÃ.
No tenÃa idea de cómo habÃan organizado exactamente la persecución ni qué motivos tenÃan para perseguirme. En el pueblo parecÃa haber una agitación insólita, aunque estaba convencido de que todavÃa no se habÃa propagado la noticia de mi huida del Gilman. Naturalmente tenÃa que desviarme en seguida de Washington Street y tomar alguna otra calle en dirección sur. El grupo que habÃa salido del hotel en mi persecución venÃa sin duda tras de mÃ. Probablemente habÃa dejado huellas en el polvo de la última casa, y no les resultarÃa difÃcil averiguar por dónde habÃa logrado salir a la calle.
La plaza estaba tal como yo temÃa: plenamente iluminada por la luna. En su centro se alzaban los restos de un parque rodeado de una verja de hierro. Por fortuna no habÃa un alma en los alrededores, pero me pareció oÃr un rumor lejano, procedente quizá de Town Square. South Street era una calle amplia que conducÃa hacia el puerto, cuesta abajo. Desde ella se dominaba una gran perspectiva de mar. Deseé fervientemente que no hubiera nadie mirando hacia la calzada, mientras la atravesaba bajo el resplandor de la luna.
Avancé sin obstáculo. No se oÃa ningún ruido alarmante. Al final de la calle la superficie del agua reverberaba esplendorosa bajo la brillante luz de la luna, y al contemplarla sentà un sobresalto de terror. Allá, muy lejos del espigón, se alzaba la confusa silueta del Arrecife del Diablo, e involuntariamente me vinieron a la imaginación las terribles historias que me habÃa contado el viejo Zadok, según las cuales esta roca desgarrada daba acceso a regiones desconocidas, preñadas de horrores y monstruos inconcebibles.
De improviso, brotaron unos destellos intermitentes en el lejano arrecife. Eran claros y distintos, y despertaron en mà un pánico cerval. Mis músculos se tensaron a punto de dispararse en alocada fuga, contenidos tan sólo por una especie de fascinación semihipnótica. Y para empeorar las cosas, otros destellos vinieron a responder desde la elevada cúpula del Gilman.
Hice un esfuerzo por dominar mi nerviosismo porque aún seguÃa expuesto a cualquier mirada inoportuna, y reanudé mi fingida marcha bamboleante. Pero mientras tuve la mar a la vista, mis ojos siguieron fijos en aquel ominoso arrecife. De momento, no comprendà lo que significaban los destellos. Tal vez formasen parte de algún rito extraño relacionado con el Arrecife del Diablo. Puede también que hubiera atracado alguna embarcación en aquella roca siniestra. Torcà a la izquierda y rodeé el parque abandonado. El océano brillaba bajo una luz espectral. Fascinado por el centelleo de aquellos faros enigmáticos, no lograba apartar la vista del arrecife. Fue entonces cuando sufrà la impresión más violenta hasta el momento. Fue tal mi horror que, olvidándome del riesgo que suponÃa, me lancé frenéticamente a la carrera por la calle negra y vacÃa, flanqueada de portales desiertos y ventanas sin cristales. Bajo la luz de la luna habÃa divisado en las aguas miles y miles de formas que nadaban en dirección al pueblo. Incluso podrÃa decir, a pesar de la distancia, que aquellas cabezas y aquellos brazos que se agitaban entre las olas eran tan deformes y anormales, que no encuentro palabras para describirlos.
Mi carrera terminó antes de llegar a la primera esquina, porque en ese momento oà a mi izquierda el rumor inequÃvoco de una persecución en toda regla: pasos enérgicos, gritos guturales, ruido de motores... En el acto tuve que cambiar todos mis planes. Me habÃan cortado la carretera sur, de modo que debÃa buscar otra salida de Innsmouth. Paré y me refugié en un portal abierto. Después de todo, habÃa tenido la suerte de salir de la zona iluminada por la luna antes de que mis perseguidores aparecieran por la esquina.
La segunda reflexión que me hice fue menos tranquilizadora. Puesto que la persecución se llevaba a cabo por otra calle, era evidente que no me seguÃan los pasos. No sabÃan dónde me encontraba, pero no cabÃa duda de que su conducta obedecÃa a un plan general encaminado a cortarme la salida. Esto requerÃa que se vigilasen todas las carreteras por igual, lo que me obligarÃa a huir a campo través y mantenerme alejado de todas las carreteras. Pero, ¿cómo escapar, si toda la región era pantanosa y estaba plagada de canales y marismas? Durante unos momentos, me sentà vencido por una negra desesperación, angustiado por la rapidez con que aumentaba el tufo insoportable de pescado.
Entonces recordé el ferrocarril abandonado de Innsmouth a Rowley, cuya sólida lÃnea de balasto, cubierta de zarzas, se extendÃa aún hacia el noroeste, desde la derruida estación situada junto a la garganta del rÃo. Era posible que no se les ocurriera pensar en ella, puesto que las tupidas zarzas la hacÃan casi impracticable. Desde la ventana del hotel la habÃa contemplado, y conocÃa su situación exacta. Los primeros tramos eran demasiado visibles desde la carretera de Rowley y desde cualquier torre del pueblo, pero quizá pudiera arrastrarme entre la maleza sin ser visto. En todo caso, éste era el único medio de evasión, y no tenÃa alternativa.
Me introduje en el vestÃbulo de la casa desierta en cuyo portal me habÃa refugiado, y consulté una vez más el plano a la luz de la linterna. El primer problema era llegar a la antigua vÃa del tren. Lo mejor serÃa avanzar hacia Babson Street, torcer luego a poniente hasta Lafayette Street, dar un rodeo en vez de cruzar la plaza como antes y desviarme a continuación hacia el norte zigzagueando por Lafayette, Bates, Adams y Bank Street. Esta última calle bordea la garganta del rÃo y conduce hasta la misma estación. Metiéndome por Babson Street evitarÃa cruzar la plaza o desembocar en una calle amplia.
Eché a correr y crucé a la derecha de la calle con el fin de avanzar pegado a la fachada y meterme por Babson Street sin que me vieran. Aún se oÃa cierto alboroto en Federal Street. Al mirar hacia atrás me pareció ver un destello de luz cerca del edificio del que acababa de salir. Ansioso por llegar a Washington Street, continué corriendo. con la esperanza de no tropezarme con nadie. En la esquina de Babson Street vi con sobresalto que una de las casas estaba habitada, a juzgar por las cortinas de una de las ventanas, pero no habÃa luces en el interior y pasé sin dificultad.
En Babson Street, que es perpendicular a Federal Street, corrÃa riesgo de ser descubierto; por tanto, me pegué cuanto pude a los torcidos y ruinosos edificios. Dos veces me detuve en un portal, al notar que aumentaban los ruidos tras de mÃ. El cruce de las dos calles se abrÃa amplio y desolado bajo la luna, pero mi camino no me obligaba a cruzarlo. Durante el segundo que estuve parado, comencé a oÃr una nueva serie de ruidos confusos; poco después pasaba un automóvil por el cruce, a gran velocidad, y se metÃa por Eliot Street, entre Babson y Lafayette.
Un momento después -y precedida de una insoportable tufarada de pescado- desembocó una multitud de seres torcidos y grotescos que caminaba torpemente en la misma dirección. Sin duda era el grupo destinado a vigilar la salida hacia Ipswich, puesto que dicha carretera es una prolongación de Eliot Street. Entre ellos iban dos figuras envueltas en inmensas túnicas, una de las cuales llevaba una puntiaguda diadema que relumbraba pálidamente a la luz de la luna. La forma de andar de esta última era tan ajena a los movimientos humanos, que sentà escalofrÃos. Me pareció que aquella criatura caminaba a saltos.
Cuando desapareció el último de la expedición seguà mi camino. Atravesé la esquina de la calle Lafayette y crucé en cuatro saltos Eliot Street. El alboroto se oÃa ahora más lejos, por Town Square. Lo que más miedo me daba era tener que cruzar otra vez la ancha calle South, que bordeaba el puerto; pero no tenÃa otro remedio. Si quedaba algún rezagado en Eliot Street, lo más probable serÃa que me descubriese inmediatamente. En él último momento decidà que era mejor aminorar la marcha y cruzar como antes, fingiendo el andar bamboleante de los nativos de Innsmouth.
Cuando apareció de nuevo la vista de la mar -esta vez a la derecha- me hice el firme propósito de no mirar. Pero fue inútil. Mientras caminaba con paso vacilante, pegado a las fachadas, me volvÃa de cuando en cuando y miraba de reojo. No habÃa ningún barco a la vista, lo que, a decir verdad, no me sorprendió. En cambio me quedé perplejo al descubrir un bote de remos que ponÃa proa a los muelles abandonados. Iba cargado con un bulto envuelto en un paño de hule. Los remeros, cuyas siluetas se vislumbraban a lo lejos, tenÃan un cuerpo particularmente deforme. Aún se distinguÃan algunos nadadores en el agua. Muy lejos, en el negro arrecife, se veÃa un débil resplandor fijo, distinto de la luz parpadeante que habÃa observado anteriormente. Era un resplandor extraño, de un color que me fue imposible identificar. Por encima de los tejados asomaba la alta cúpula del Gilman, completamente oscura. El olor a pescado, que habÃa disminuido últimamente, comenzó pronto a dejarse sentir con una intensidad insoportable.
No habÃa acabado de cruzar la calle, cuando vi que a lo largo de Washington Street avanzaba un grupo procedente del distrito norte. Cuando llegaron a la amplia explanada, desde la cual acababa yo de contemplar el pavoroso panorama bajo la luna, pude fijarme en ellos sosegadamente, sin que me vieran, desde la distancia de una manzana de casas tan sólo… Me quedé aterrado ante la bestial deformidad de sus rostros, ante su forma casi animal de andar. Uno de los individuos se movÃa exactamente igual que un mono; sus largos brazos rozaban el suelo de cuando en cuando. Otro -envuelto en extraños ropajes y tocado con una tiara- avanzaba a saltos. Me pareció el mismo grupo que habÃa visto en el patio de Gilman House. Era, pues, la patrulla que más seguÃa de cerca mis pasos. Algunos se volvieron en dirección mÃa, y yo me sentà traspasado de terror. Con un esfuerzo supremo, seguà la marcha bamboleante que habÃa adoptado. TodavÃa ignoro si me vieron o no. Si me vieron, mi estratagema debió de dar resultado, porque cruzaron la explanada sin cambiar de dirección y sin dejar de gruñir y farfullar en una jerga gutural y repulsiva absolutamente incomprensible.
Una vez protegido por las sombras seguà corriendo como antes y dejé atrás las casas ruinosas y fantasmales de aquel barrio desolado. Después crucé a la otra acera, doblé la esquina siguiente y me metà por Bates Street, pegado a los edificios. Pasé por delante de dos casas en cuyo interior habÃa una luz; una de ellas tenÃa abiertas las ventanas del piso superior. Pero no me vio nadie. Al torcer por Adams Street sentà cierta tranquilidad, aunque me llevé un susto repentino, al ver salir a un hombre de un portal oscuro y venir directamente hacia mà haciendo eses. Pero iba demasiado bebido y ni siquiera me llegó a ver. De esta forma llegué sano y salvo a las lúgubres ruinas de los almacenes de Bank Street.
Ni un alma se movÃa en la absoluta quietud de la calle junto a la garganta del rÃo. El ruido sordo del salto de agua ahogaba totalmente el rumor de mis pasos. HabÃa una buena tirada hasta la estación derruida; los muros de ladrillo de los almacenes me parecÃan aún más amenazadores que las fachadas que habÃa dejado atrás. Finalmente llegué a los arcos de la antigua estación -o lo que quedaba de ellos- y me fui directamente al extremo donde arrancaba la vÃa.
Los raÃles estaban oxidados y llenos de orÃn, aunque casi intactos; más de la mitad de las traviesas estaban aún en buenas condiciones. Era muy difÃcil andar -y más, correr- por una superficie semejante. De todos modos procuré adoptar mi paso al terreno, hasta que logré caminar con cierta rapidez. Durante un trecho, la lÃnea férrea se ceñÃa al borde del rÃo para desembocar finalmente en un gran puente cubierto que cruzaba el precipicio a una altura de vértigo. El estado de este puente determinarÃa mi camino a seguir. Si era buenamente posible, lo cruzarÃa; si no, tendrÃa que aventurarme otra vez por las calles y buscar el puente más próximo, si aún era practicable.
El viejo puente brillaba espectralmente a la luz de la luna. Las traviesas se encontraban en buen estado, al menos en el primer tramo. Encendà una linterna y entré. Una nube de murciélagos despavoridos pasó por encima de mà y estuvo a punto de derribarme. A mitad de camino, vi un peligroso vacÃo entre las traviesas. Por un momento pensé que no lo podrÃa salvar. Finalmente me arriesgué. Di un salto desesperado y por fortuna caà bien al otro lado.
Cuando salà de aquel túnel horrible respiré con alivio. Los viejos raÃles cruzaban River Street, después describÃan una curva y se adentraban en una zona cada vez menos urbanizada, en la que a la vez disminuÃa también el nauseabundo olor a pescado que reinaba en todo Innsmouth. La gran profusión de matorrales y zarzas me obstaculizaban el paso y me desgarraban las ropas, aunque no por eso dejaba yo de agradecer su presencia, porque podÃan servirme de escondrijo en caso de peligro: no ignoraba que una buena parte de mi camino era visible desde la carretera de Rowley.
Muy pronto empezó la región pantanosa. La vÃa la atravesaba sobre un terraplén de poca altura cubierto de una maleza algo menos tupida. Luego venÃa una especie de isla de terreno firme, algo más elevado, y la lÃnea la atravesaba encajonada en una zanja obstruida por arbustos y zarzas. Daba gusto caminar protegido por la zanja, teniendo en cuenta sobre todo que, según habÃa podido apreciar desde la venta del Gilman, la lÃnea férrea se hallaba en este punto peligrosamente próxima a la carretera de Rowley, la cual venÃa a cruzarla al final de la zanja para desviarse después y perderse de vista. Pero de momento debÃa actuar con prudencia.
Antes de entrar en la zanja miré hacia atrás. Nadie me seguÃa. Los viejos campanarios y los tejados ruinosos de Innsmouth resplandecÃan grandiosos y etéreos bajo la mágica luz de la luna. Esta visión me hizo pensar en el aspecto que debió de tener el pueblo antes de que la tenebrosa sombra se abatiera sobre él. Luego miré el campo, y lo que vi me heló la sangre.
Al principio me pareció observar cierto movimiento ondulante allá lejos, hacia el sur. Era como si una muchedumbre interminable saliese del pueblo por la carretera de Ipswich. La distancia era considerable y no se distinguÃa con exactitud, pero no me gustó nada aquella columna en movimiento. Ondeaba demasiado y relucÃa asombrosamente bajo la luna de poniente. Incluso me pareció oÃr ruidos y voces, pero el viento me impidió cerciorarme. Era algo asà como un patear y rugir de bestias, peor aún que los gruñidos de las patrullas del pueblo.
Por la cabeza me pasó toda clase de conjeturas desagradables. Pensé en aquellos seres aún más deformes que, según se decÃa, se ocultaban en las casas miserables del puerto. También me vinieron a la imaginación los terribles nadadores que habÃa vislumbrado confusamente en el agua. A juzgar por los grupos que habÃa visto hasta el momento, y los que con toda seguridad habrÃan salido por las demás carreteras, el número de mis perseguidores debÃa de ser inconcebible, sobre todo teniendo en cuenta que Innsmouth era un pueblo casi deshabitado.
¿De dónde habÃa salido la densa multitud que componÃa aquella marea ondulante y lejana? ¿Acaso los vetustos edificios supuestamente desiertos rebosaban efectivamente de una vida insospechada y secreta? ¿O es que habÃa desembarcado una legión de seres extraños de aquel arrecife del infierno? ¿Quiénes eran? ¿Por qué estaban allÃ? ¿SerÃan las patrullas de las otras carreteras igualmente numerosas?
Me interné en la maleza de la cortadura, y pugnaba por abrirme camino con dificultad, cuando otra vez se extendió el abominable olor a pescado. ¿HabÃa cambiado el viento repentinamente y venÃa ahora de la mar? Asà debÃa de ser, en efecto, porque también empezaron a oÃrse horribles murmullos guturales en estos parajes hasta entonces silenciosos. Y una cosa distinguà que me desagradó aún más: un ruido blando, como el de un animal que caminara a saltos por un suelo mojado. No sé por qué, lo asocié con aquella ondulante columna que se movÃa en la carretera de Ipswich.
No tardaron en aumentar los ruidos y el olor, de manera que me paré, mortalmente asustado, dando gracias al cielo de hallarme a cubierto en la zanja. Recordé que era en este punto donde la carretera de Rowley cruzaba la vÃa, antes de alejarse definitivamente. La horda se acercaba, asà que me tumbé en el suelo y decidà esperar a que pasara y se perdiera a lo lejos. Gracias a Dios, aquellas criaturas no empleaban perros para rastrear, aunque bien mirado, de poco les habrÃa valido con el olor que imperaba en toda la región. Encogido bajo los arbustos, me sentà seguro aun cuando sabÃa que mis perseguidores cruzarÃan la vÃa por delante de mà a menos de cien metros de distancia. Yo podrÃa verlos, pero ellos a mà no, a no ser que se diera una funesta casualidad.
Me estremecà ante la idea de verlos de cerca. Contemplé el terreno bañado por la luna, por donde pronto habrÃan de desfilar, y pensé que aquel trozo de naturaleza iba a verse irremediablemente contaminado para siempre. Sin duda se tratarÃa de los seres más monstruosos y horribles que cobijaba el pueblo de Innsmouth… No me serÃa agradable recordar el espectáculo después.
El hedor se hizo más opresivo; los ruidos fueron en aumento, hasta convertirse en una bestial algarabÃa de graznidos, aullidos y ladridos, sin el menor asomo de lenguaje humano. ¿Eran ésas realmente las voces de mis perseguidores? ¿O llevaban perros después de todo? Sin embargo, yo no habÃa visto ningún animal de cuatro patas en mis paseos por Innsmouth. El ruido de cuerpos blandos y pesados se hizo mayor. ¡Jamás me atreverÃa a mirar las monstruosas criaturas que lo producÃan! Mientras los oyese caminar -o saltar- por delante de mi escondite, mientras aquellos seres horribles no se perdieran en la distancia, mantendrÃa los ojos firmemente cerrados. La borda estaba ya muy cerca... El aire vibraba de roncos gruñidos, el suelo casi se estremecÃa al ritmo extraño de sus pisadas. Contuve la respiración y concentré todas mis fuerzas en mantener los párpados apretados.
Ni siquiera hoy puedo afirmar si lo que sucedió a continuación fue una espantosa realidad o tan sólo una pesadilla. Las ulteriores medidas represivas adoptadas por el Gobierno a consecuencia de mis denuncias desesperadas, permitirán suponer que, efectivamente, se trataba de una abominable realidad. Pero ¿no es posible también que retorne una alucinación en una atmósfera irreal e hipnótica como la que envolvÃa aquella ciudad poblada de espectros? Lugares como ése conservan propiedades extrañas y tal vez sus tenebrosas tradiciones afecten a la mente de los hombres que se aventuran por sus calles desoladas y hediondas, sus techumbres vencidas y sus campanarios desmoronados. ¿Acaso no es posible que un germen de locura contagiosa aceche en lo más profundo de Innsmouth como una maldición? ¿Quién serÃa capaz de saberlo con certeza, después de haber oÃdo la confesión de Zadok Allen? Por cierto, que las autoridades del Gobierno jamás encontraron al pobre Zadok, ni supieron explicar lo que habÃa sido de él. ¿Dónde acaba la locura y empieza la realidad? ¿Es posible que incluso mi último temor no sea más que una engañosa ilusión?
Pero voy a intentar describir lo que me pareció ver aquella noche, bajo la burlesca luz de la luna; el desfile de toda una cohorte de endriagos que, realidad o no, apareció por la carretera de Rowley mientras permanecà agazapado entre las zarzas. Porque como es natural, mi propósito de permanecer con los ojos cerrados fracasó rotundamente. Era ridÃculo proponerme una cosa asÃ. ¿Cómo iba a estarme sin mirar, mientras una legión de seres deformes cruzaba a saltos torpes, aullando y croando a cien metros escasos de donde me encontraba yo?
Antes de que aparecieran me creÃa preparado para afrontar lo peor. Ya habÃa visto bastantes cosas desagradables en el término de un dÃa, y no imaginaba que fuera posible que superasen en monstruosidad y deformidades a los que me habÃan perseguido por las calles. Logré mantener los ojos apretados hasta que el ronco clamor se hizo ensordecedor. Pasaban en ese momento por delante de la zanja, en el cruce de la carretera y la vÃa... Entonces no pude resistir más, y abrà los ojos.
Eso fue el fin. Desde entonces siento que mi equilibrio mental se ha roto para siempre, y que he perdido toda confianza en la integridad de la naturaleza y el espÃritu del hombre. Ni dando crédito al extraño relato del viejo Zadok en sus menores detalles habrÃa podido imaginar la realidad demonÃaca y blasfema que presencié. Intencionadamente estoy procurando soslayar el horror de describirla. ¿Es posible que sobre este planeta se hayan engendrado tales abominaciones, y que unos ojos humanos hayan visto en carne y hueso lo que hasta ahora pertenecÃa solamente al reino de la pesadilla y la locura?
Y sin embargo, lo vi. Era una manada interminable de seres inhumanos que avanzaban a brincos, graznando y balando bajo el reflejo espectral de la luna; una zarabanda grotesca y maligna de delirante fantasÃa. Unos llevaban enormes tiaras doradas… otros iban ataviados con ropajes extraños… HabÃa uno, el que iba en cabeza, que vestÃa una amplia levita que no conseguÃa disimular su enorme joroba, y un pantalón a rayas; un sombrero de fieltro coronaba el bulto deforme que hacÃa las veces de cabeza.
TenÃan todos un color gris verdoso, con el vientre blanquecino. La mayorÃa era de piel reluciente y resbaladiza, y sus dorsos jorobados estaban cubiertos de escamas. Sus figuras recordaban vagamente al antropoide, pero sus cabezas parecÃan de pez, con unos ojos prodigiosamente saltones que no parpadeaban jamás. A ambos lados del cuello les palpitaban las agallas, y sus grandes zarpas tenÃan dedos palmeados. Brincaban de manera irregular, unas veces erguidos, otras a cuatro patas. Su voz era una especie de aullido o graznido, pero evidentemente, constituÃa un lenguaje con todos los matices de expresión que les faltaban a sus semblantes impasibles.
Y no obstante, pese a su monstruosidad, me resultaban en cierto modo familiares. Demasiado bien sabÃa yo quiénes eran. ¿Acaso no tenÃa aún fresca en mi memoria la imagen de la tiara de Newburyport? Se trataba de los mismos peces-ranas cuyas imágenes abominables ornaban la joya de oro.… pero vivos y en todo su horror. Y de repente, comprendà por qué razón me impresionó tantÃsimo el sacerdote de la tiara que vislumbré en la cripta de la iglesia. Esa fue la visión fugaz de la horda impura. Eran miles y miles, verdaderos enjambres, aunque desde mi escondite no podÃa abarcar toda la carretera. Por fortuna, un momento después se borró de mis ojos aquella visión dantesca y sufrà un desvanecimiento misericordioso El primero en toda mi vida.
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