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La Mazmorra Abandon - La mejor selección de abandonware de terror y misterio de la red :: Ver tema - La sombra sobre Innsmouth - Parte 2
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mercenario Alquimista del mal
Registrado: Mar 17, 2006 Mensajes: 2280
Publicado: Vie Jul 20, 2007 5:06 pm Asunto : La sombra sobre Innsmouth - Parte 2
II
A la mañana siguiente, poco antes de la diez, tomé la maleta y me situé ante la DroguerÃa Hammond, en la Plaza del Mercado, a esperar el autobús de Innsmouth. Cuando ya faltaba poco para llegar, observé que los paseantes se alejaban de la parada. El empleado de la estación no habÃa exagerado la repugnancia que sentÃan en la localidad por los habitantes de Innsmouth. Al poco tiempo apareció, retemblando por State Street, un coche de lÃnea bastante viejo, pintado de verde sucio. Dio la vuelta y frenó al lado de donde yo estaba. En seguida me di cuenta de que era el que yo esperaba. Encima del parabrisas se adivinaba el casi ilegible cartel: Arkham-Innsmouth-Newb...port.
Sólo venÃan tres pasajeros, tres hombres más bien jóvenes, morenos, mal vestidos y de semblante hosco. Cuando el vehÃculo se detuvo, bajaron los tres y, con paso torpe y desmañado, echaron a andar en silencio por State Street, casi de manera furtiva. El conductor bajó también del coche y le vi desaparecer en el interior de la droguerÃa. «Este debe ser el tal Joe Sargent que mencionó el empleado de la estación», pensé, y antes de reparar en ningún detalle, sentà que me embargaba como una oleada de instintiva aversión, tan incontenible como inexplicable. De pronto, me pareció muy natural que la gente de la localidad no deseara subir a semejante autobús ni visitar la población donde vivÃa aquella chusma.
Cuando volvió a salir de la droguerÃa, me fijé más en él y traté de descubrir el motivo por el que me habÃa causado tan mala impresión. Era un hombre flaco, de hombros caÃdos y uno setenta de estatura o tal vez menos. Llevaba un traje azul raÃdo y una deshilachada gorra de golf. DebÃa tener unos treinta y cinco años, aunque las dos arrugas que le surcaban el cuello a ambos lados le hacÃan parecer más viejo, si no se fijaba uno en su rostro inexpresivo y apagado. TenÃa la cabeza estrecha y unos ojos saltones de color azul claro que no pestañeaban; su barbilla y su frente eran deprimidas, y tenÃa unas orejas más bien rudimentarias y atrofiadas. Sus labios eran grandes y abultados; sus mejillas, cubiertas de poros abiertos y de costras, daban la sensación de carecer casi totalmente de barba, aparte algunos pelos amarillos tan irregularmente repartidos por la cara, que junto con las rugosidades de la piel, más que otra cosa parecÃan calvas producidas por alguna enfermedad. Sus manos enormes, surcadas de venas, eran de un increÃble gris azulado; tenÃa los dedos sorprendentemente cortos y desproporcionados, como encogidos hacia adentro de sus tremendas palmas. Al dirigirse hacia el autobús, noté su forma de bamboleante de andar. Sus pies eran igualmente desmesurados, y cuanto más se los miraba, más difÃcil me parecÃa que pudiera encontrar zapatos a su medida.
La mugre que llevaba encima lo hacÃa más repugnante aún, Sin duda trabajaba o haraganeaba por los muelles pesqueros, a juzgar por el olor que traÃa consigo. Era imposible averiguar qué mezcla de sangres habrÃa en sus venas. Sus rasgos no parecÃan asiáticos, polinesios ni negroides, pero evidentemente eran extranjeros. Sin embargo, más que una caracterÃstica racial, aquellos rasgos me parecÃan una degeneración biológica.
Me quedé cortado de pronto, al darme cuenta de que no habÃa ningún otro pasajero en el autobús. No me gustó la idea de viajar solo con semejante conductor. Pero se acercaba la hora de salida, y tuve que decidirme. Subà al coche, le tendà un dólar y dije escuetamente: «Innsmouth». Me miró con sorpresa durante un segundo, mientras me devolvÃa cuarenta centavos, pero no dijo nada. Me senté detrás de él, junto a una ventanilla, para poder contemplar la costa durante el viaje.
Por fin arrancó el cacharro de una sacudida y pronto dejó atrás los viejos edificios de State Street, retemblando estrepitosamente y soltando un humo espeso por el tubo de escape. Me dio la impresión de que la gente que pasaba por la acera evitaba mirar al autobús... o al menos, disimulaba. Luego doblamos a la izquierda por High Street y el camino se hizo más suave. Cruzamos por delante de unos edificios majestuosos que databan de los primeros tiempos de la República y luego dejamos atrás varias casas de campo de estilo colonial, más antiguas aún. Después de atravesar Lower Green y Parker River, salimos finalmente a una zona costera larga y monótona.
Era un dÃa de calor y de sol. El paisaje de arena, de juncales, de maleza desmedrada, se hacÃa cada vez más desolado a medida que avanzábamos. A nuestro lado se extendÃa el agua azul y la raya arenosa de Plum Island. Después de desviarnos de la carretera general que seguÃa a Rowley e Ipswich, tomamos un camino que siguió bordeando el litoral. No se veÃan casas, y según estaba el firme de la carretera, el tráfico por aquel paraje debÃa de ser muy escaso. Los negros postes del teléfono sostenÃan tan sólo dos cables. De cuando en cuando, cruzábamos unos decrépitos puentes de madera tendidos sobre pequeñas rÃas que, cuando la marca estaba alta, contribuÃan a aislar aún más la región.
De cuando en cuando se veÃan tocones ennegrecidos y cimientos de vallas desmoronadas que emergÃan de la arena. Recordé que en uno de los libros de historia que habÃa manejado se decÃa que, anteriormente, aquella habÃa sido una comarca fértil y muy poblada. El cambio sobrevino al parecer a raÃz de la epidemia que habÃa asolado la ciudad de Innsmouth en 1846, pero la gente lo habÃa achacado a ciertos poderes malignos y ocultos. De hecho, el mal radicaba en la absurda tala de toda la arboleda cercana a la playa, que habÃa privado al suelo de su mejor protección contra la arena que ahora lo invadÃa todo.
Finalmente, perdimos de vista Plum Island y apareció la inmensa extensión del Atlántico a nuestra izquierda. El estrecho camino comenzó a subir por una cuesta pronunciada.
Experimenté una sensación extraña al ver la cima solitaria que se elevaba ante nosotros, donde el camino, herido de surcos, se encontraba con el cielo. Era como si el autobús fuera a continuar su ascensión abandonando la tierra para fundirse con el misterio ignorado de un más allá invisible. El olor a mar nos llegaba cargado de aromas presagiosos. La espalda encorvada y rÃgida del conductor y su cráneo grotesco se me antojaban cada vez más repugnantes. Por detrás tenÃa la cabeza casi tan despoblada de pelo como su cara. Apenas le crecÃan unas pocas hebras amarillentas en su piel rugosa y grisácea.
Coronamos la cuesta. Desde arriba se podÃa contemplar toda la extensión del valle donde el Manuxet desembocaba en el mar, justo al norte de una larga muralla de acantilados que culmina en Kingston Head y tuerce después hacia Cape Ann. En la bruma lejana del horizonte se alcanzaba a distinguir el perfil confuso del promontorio donde se alzaba aquel caserón antiguo del que tantas leyendas se habÃan contado. Pero de momento, toda mi atención se centró en el panorama inmediato que se abrÃa ante mÃ: habÃamos llegado frente al tenebroso pueblo de Innsmouth.
Era un núcleo urbano muy extenso, de casas apretadas, pero carente de signos de vida. Apenas si salÃa un hilo de humo de toda la maraña de chimeneas. Tres elevados campanarios descollaban rÃgidos y leprosos contra el azul de la mar. A uno de ellos se le habÃa desmoronado el capitel. Los otros dos mostraban los negros agujeros donde antaño estuvieran las esferas de sus relojes. La inmensa marca de techumbres inclinadas y buhardillas puntiagudas formaban un paisaje desolador. A medida que avanzábamos carretera abajo, descubrà que muchos de los tejados estaban totalmente hundidos. HabÃa algunas casas grandes de estilo georgiano, con tejados de cuatro aguas, cúpulas y galerÃas acristaladas. La mayorÃa de ellas estaban lejos de la mar, y una o dos vi que todavÃa se conservaban en buen estado. En el espacio que habÃa entre unas y otras, se veÃa la lÃnea herrumbrosa del ferrocarril abandonado, invadida de yerba, bordeada por los postes del telégrafo sin cables ya, y las huellas borrosas de los viejos caminos de carro que iban a Rowley y a Ipswich.
El abandono y la ruina se hacÃan más evidentes en el barrio marinero, junto a los muelles. Sin embargo, en su mismo centro se alzaba la blanca torre de un edificio de ladrillo muy bien conservado, que parecÃa como una pequeña fábrica. El puerto, invadido por los bancos de arena, estaba protegido por un antiguo espigón de piedra, sobre el que se distinguÃan las menudas figuras de algunos pescadores sentados. En la punta del espigón se veÃan los cimientos circulares de un faro derruido. En el puerto se habÃa formado una lengua de arena sobre la cual habÃa unas chozas miserables, algunos botes amarrados y unas cuantas nasas diseminadas. El único sitio en que parecÃa haber profundidad era donde el rÃo, una vez pasado el edificio de la torre blanca, daba la vuelta hacia el sur y vertÃa sus aguas en el océano, al otro lado del espigón.
Los muelles de embarque estaban podridos de un extremo a otro. Los más ruinosos eran los de la parte sur. Y allá lejos, mar adentro, pese a la marca alta, pude distinguir una raya larga y negra que apenas afloraba del agua y que al instante ejerció sobre mà una atracción singular y maligna. Era, sin duda alguna, el Arrecife del Diablo. Por un momento, mientras lo contemplaba, tuve la sorprendente sensación de que me estaban haciendo señas desde allá, lo que me produjo un inmenso malestar.
No encontramos a nadie por el camino. Empezamos a cruzar por delante de una serie de granjas desiertas y desoladas. Después vinieron unas pocas casas habitadas, cuyas ventanas estaban tapadas con harapos. En los estercoleros se amontonaban las conchas y el pescado estropeado. Algunos individuos trabajaban con aire ausente en sus jardines yermos y sacaban almejas en la orilla, siempre en medio de un penetrante olor a pescado. Unos grupos de niños sucios y de cara simiesca jugaban en los portales invadidos por la yerba. HabÃa algo en aquella gente que resultaba más inquietante aún que los lúgubres edificios. Casi todos tenÃan los mismos rasgos faciales y los mismos gestos, cosa que producÃa una repugnancia instintiva e irremediable. Por un instante me pareció que aquellos rasgos me recordaban algún cuadro visto anteriormente, en circunstancias excepcionalmente horribles. Pero este pseudo-recuerdo fue muy fugaz.
Al llegar el autobús a la zona llana donde se alzaba el pueblo comencé a oÃr el murmullo monótono de una cascada en medio de un silencio impresionante. Las casas, desconchadas y torcidas, se fueron arrimando unas a otras, alineándose a ambos lados de la carretera, y ésta se convirtió en calle. En algunos sitios se veÃa el pavimento adoquinado y restos de las aceras de baldosa que en otro tiempo habÃan existido. Todas las casas estaban aparentemente desiertas. De cuando en cuando, entre las paredes maestras, se abrÃa el vacÃo de algún edificio derrumbado. En todas partes reinaba un olor nauseabundo e insoportable de pescado.
No tardaron en comenzar los cruces y las bocacalles. Las calles que salÃan a la izquierda en dirección de la costa estaban desempedradas, llenas de suciedad y de inmundicias. Aún no habÃa visto a nadie en el pueblo, pero al fin se veÃan algunos signos de vida: cortinas en algunas ventanas, un cascado automóvil detenido junto al bordillo... El pavimento y las aceras se iban perfilando cada vez más y, aunque casi todas las casas eran bastante viejas -edificios de madera y ladrillo de principios del siglo XIX- se veÃa que todavÃa estaban en condiciones. Fascinado por el interés de cuanto veÃa, me olvidé del olor repugnante y de la sensación opresiva que habÃa experimentado al principio.
Pero no habÃa de llegar yo a mi punto de destino sin recibir otra impresión tremendamente desagradable. El autobús desembocó en una especie de plaza flanqueada por dos iglesias, en cuyo centro habÃa un cÃrculo de césped pelado y seco. En la calle que salÃa a la derecha se alzaba un edificio con columnas. La fachada, pintada de blanco en tiempos atrás, estaba ahora gris y desconchada. Las letras doradas y negras del frontis estaban tan borrosas que me costó bastante descifrar la inscripción: «Orden Esotérica de Dagon». Se trataba, pues, de la antigua logia masónica, actualmente consagrada a un culto degradante. Mientras me esforzaba por descifrar dicha inscripción, sonaron los sordos tañidos de una campana rajada que vinieron a distraer mi atención. Entonces me volvà rápidamente y miré al otro lado de la plaza.
Los toques de campana provenÃan de una iglesia de piedra, de falso estilo gótico, que parecÃa mucho más antigua que el resto de los edificios de Innsmouth. TenÃa a un lado una torre cuadrada, achaparrada, cuya cripta de cerradas ventanas era desproporcionadamente alta. El reloj de la torre carecÃa de manillas, pero sabÃa que aquellos golpes sordos correspondÃan a las once. Y de repente, todas mis reflexiones se esfumaron ante la inesperada aparición de una figura tan horrenda, que me estremecà aun sin haber tenido tiempo de verla bien. La puerta de la cripta estaba abierta y formaba un rectángulo de oscuridad. Y al mirar casualmente, cruzó ese rectángulo algo que provocó en mà una fugaz impresión de pesadilla.
Era un ser vivo, el primer ser vivo, aparte el conductor, que veÃa dentro del casco urbano. De haber tenido los nervios más tranquilos, probablemente no habrÃa encontrado nada aterrador en ello, porque un momento después me daba cuenta de que se trataba tan sólo de un sacerdote. Ciertamente vestÃa una extraña indumentaria, adoptada tal vez cuando la Orden de Dagon habÃa decidido modificar el ritual de las iglesias locales. Creo que lo primero que me llamó la atención, lo que me llenó de aquel repentino horror, fue la alta tiara que llevaba. Se trataba de una reproducción exacta de la que miss Tilton me habÃa mostrado la noche anterior. Sin duda fue esta coincidencia la que desató mi imaginación y me hizo ver algo siniestro en el rostro vislumbrado y en el atavÃo de aquella silueta que cruzó pesadamente el umbral de la puerta. Un segundo después resolvà que no habÃa ninguna razón para sentir ese horror que parecÃa nacer como un recuerdo maligno y olvidado. ¿No era natural que el misterioso ritual del lugar hubiese hecho adoptar a sus ministros ciertos ornamentos sacerdotales que resultasen especialmente familiares a la comunidad… por haber sido hallados en un tesoro, por ejemplo?
Unos poquÃsimos jóvenes de aspecto repelente se dejaron ver por las aceras. Se trataba de individuos aislados o de silenciosos grupos de dos o tres. En la planta baja de los edificios habÃa algunas tiendas pequeñas de rótulos sucios y despintados. Vi también en las calles uno o dos camiones aparcados. El ruido de la caÃda del agua se fue haciendo intenso, hasta que apareció ante nosotros la profunda garganta del rÃo, sobre la cual se extendÃa un ancho puente de hierro que desembocaba en un plaza amplia. Al pasar por el puente, miré a uno y otro lado, y observé que habÃa unas cuantas fábricas en las márgenes cubiertas de maleza, asà como en la parte baja del camino. Allá lejos, por debajo del puente, el agua era muy abundante. A mi derecha, rÃo arriba, se veÃan dos poderosos saltos de agua, y otro por lo menos rÃo abajo, a la izquierda. El ruido era ensordecedor desde el puente. Luego dimos la vuelta a una plaza espaciosa al otro lado del rÃo, y paramos a la derecha, delante de un caserón alto, pintado de amarillo y coronado por una cúpula. Sobre la puerta, un letrero medio borrado proclamaba que aquello era Gilman House.
Me alegré de bajar del autobús. Inmediatamente después, procedà a consignar mi maleta en el sórdido vestÃbulo del hotel. Sólo habÃa una persona a la vista, un hombre de edad, que carecÃa de lo que yo habÃa dado en llamar «pinta de Innsmouth». Decidà no hacer preguntas indiscretas; recordaba las cosas raras que se contaban de este hotel. Asà que salà a dar una vuelta por la plaza. El autobús se habÃa ido ya. Me entretuve en inspeccionar el sitio. A un lado, la plaza daba a un solar pedregoso tras el cual se extendÃa el rÃo. Al otro extremo habÃa un semicÃrculo de edificios de ladrillo con tejados oblicuos que seguramente databan de 1800. De allà se abrÃan varias calles en abanico. Por la noche, habida cuenta de la escasez de farolas, estas calles tendrÃan una iluminación bastante pobre. Pensé con alivio en mi proyecto de marcharme de allà antes del anochecer. Los edificios se conservaban todos en bastante buenas condiciones y albergaban quizá una docena de establecimientos comerciales de lo más corriente: una sucursal de una gran cadena de tiendas de comestibles, un restaurante de aspecto triste, una droguerÃa, un almacén de pescado al por mayor y, en el extremo de la plaza, no lejos del rÃo, las oficinas de la única industria del pueblo, las RefinerÃas Marsh. HabrÃa unas diez personas por allÃ, y cuatro o cinco automóviles y camiones aparcados junto a la acera. Evidentemente, se trataba del centro comercial de Innsmouth. Hacia oriente se podÃan ver los azules parpadeos del puerto, sobre los que se alzaban las ruinas de tres antiguos campanarios, muy bellos en su lúgubre desolación. Cerca de la orilla, al otro lado del rÃo, se veÃa sobresalir una torre blanca por detrás de un edificio que debÃa ser la refinerÃa Marsh.
Después de pensarlo un rato, decidà empezar mis indagaciones en la tienda de comestibles. Tratándose de una sucursal, era probable que sus dependientes no fueran de Innsmouth, como asà resultó. En efecto, el único empleado era un muchacho de unos diecisiete años cuyo aspecto franco y simpático prometÃa abundante información. Daba la impresión de que estaba deseoso de charlar, y no tardé en descubrir que no le gustaba el pueblo, ni su olor a pescado, ni sus furtivos habitantes. Para él era un alivio poder hablar con cualquier forastero. Era de Arkham y vivÃa con una familia que procedÃa de Ipswich. Siempre que podÃa, hacÃa una escapada para visitar a su familia. A ésta no le gustaba que trabajase en Innsmouth, pero la empresa lo habÃa destinado allà y él no deseaba dejar el empleo.
Dijo que en Innsmouth no habÃa biblioteca pública ni cámara de comercio, pero que no me serÃa difÃcil orientarme por las calles. Seguramente encontrarÃa monumentos de interés. Donde yo me habÃa apeado era Federal Street. De aquà nacÃa en dirección a poniente una serie de calles residenciales -Broad, Washington, Lafayette y Adams-. y al otro lado estaba el miserable barrio marinero. En ese barrio -cuya arteria era Main Street- encontrarÃa unas viejas iglesias muy bellas de estilo georgiano, completamente abandonadas. SerÃa conveniente que yo no llamara demasiado la atención por aquellas inmediaciones, especialmente al norte del rÃo, ya que el vecindario era gente hosca y mal encarada. Incluso se decÃa que algunos forasteros habÃan llegado a desaparecer.
Ciertos lugares eran prácticamente territorio prohibido, según habÃa aprendido a costa de disgustos. Por ejemplo, no era aconsejable rondar por los alrededores de la refinerÃa Marsh, ni por las proximidades de cualquiera de los templos que aún se hallaban abiertos al culto ni por delante del edificio de la Orden de Dagon situado en New Church Green. Los cultos que se practicaban eran muy extraños. Todos ellos habÃan sido enérgicamente desautorizados por sus respectivas iglesias de fuera de Innsmouth. Las sectas locales, aun cuando conservaban sus primitivos nombres, practicaban las más extrañas ceremonias y utilizaban unas vestiduras sacerdotales sumamente raras. Sus credos heréticos y misteriosos hacÃan alusión a ciertas metamorfosis prodigiosas, a consecuencia de las cuales se obtenÃa la inmortalidad material en este mundo. El pastor del muchacho, el doctor Wallace, de Arkham, le habÃa instado a que no frecuentara ninguna iglesia de Innsmouth.
En cuanto a la gente, él apenas sabÃa nada. Eran huidizos; se les veÃa raramente y vivÃan como los animales en sus madrigueras, de modo que resultaba muy difÃcil imaginarse a qué se dedicaban, aparte la eterna pesca. A juzgar por las cantidades de licor clandestino que consumÃan, se debÃan de pasar la mayor parte del dÃa en estado de embriaguez. ParecÃan unidos por una especie de misteriosa camaraderÃa, y sentÃan un gran desprecio por el resto del mundo, como si fueran ellos los elegidos para otra vida mejor. Su aspecto -en particular aquellos ojos fijos e imperturbables que no pestañeaban jamás- era lo que más le repelÃa de ellos. Después, sus voces roncas de acento inhumano. Era lo más desagradable del mundo oÃrles cantar por la noche en la iglesia, en especial durante sus grandes festividades -que ellos denominaban re-nacimientos-, celebradas dos veces al año, el 30 de abril y el 31 de octubre.
Eran muy aficionados al agua, y siempre estaban nadando en el rÃo y en el puerto. Las competiciones hasta el lejano Arrecife del Diablo eran muy frecuentes, y viéndoles, daba la sensación de que todos estaban en condiciones de participar en esta dura prueba deportiva. Pensándolo bien, uno se daba cuenta de que las únicas personas que aparecÃan en público eran jóvenes. Incluso entre éstos, a los mayores se les notaban ya ciertos signo de degeneración. Era muy raro encontrar adultos sin rastro de desviación biológica alguna, como el viejo empleado del hotel, y uno se preguntaba qué ocurrÃa con los viejos. ¿No serÃa tal vez la «pinta de Innsmouth» un extraño fenómeno patológico que les iba minando el organismo a medida que transcurrÃan los años?
Naturalmente, sólo una grave enfermedad podÃa acarrear tales y tan grandes modificaciones anatómicas en las personas que alcanzaban la madurez… modificaciones tan profundas, que incluso llegaban a afectar a la forma del cráneo. En ese caso, la cosa ya no serÃa tan desconcertante, puesto que se tratarÃa de una enfermedad. De todas formas, el muchacho me dio a entender que era muy difÃcil sacar conclusiones concretas sobre el asunto, ya que jamás se llegaba a conocer personalmente a los viejos del lugar, por mucho que viviese uno entre ellos.
Dijo además que estaba convencido de que habÃa individuos más repugnantes que los que se veÃan por la calle, pero que los encerraban en determinados lugares. Se oÃan cosas la mar de raras. DecÃan que las casas del puerto se comunicaban entre sà mediante una serie de subterráneos secretos, y que el barrio era un auténtico vivero de monstruos deformes. Era imposible saber qué clase de sangre les corrÃa por las venas, si es que les corrÃa alguna. Cuando llegaba al pueblo algún enviado del Gobierno o alguna personalidad, solÃan ocultar a los tipos más señaladamente repulsivos.
Añadió que era inútil preguntarles nada sobre el lugar. El único capaz de hablar era un viejo que vivÃa en el asilo de la salida del pueblo, y que solÃa pasear por las calles próximas al parque de bomberos. Este venerable personaje, Zadok Allen, tenÃa noventa y seis años y estaba algo tocado de la cabeza, además de ser el borrachÃn del pueblo. Era un individuo huidizo y extraño que siempre miraba de soslayo como si temiese algo. Estando sereno, no se le podÃa sacar una palabra del cuerpo. Sin embargo, era incapaz de rechazar cualquier invitación y, una vez bebido, contaba las historias más asombrosas del mundo.
De todos modos, pocos datos útiles podrÃa sacar de él, ya que no decÃa más que disparates, cosas prodigiosas y horrores imposibles, propios de una mente desequilibrada. Nadie le creÃa, pero a los de Innsmouth no les gustaba verle beber y charlar con extraños. No era prudente que le vieran a uno haciéndole preguntas. Probablemente, las descabelladas habladurÃas que corrÃan por ahà provenÃan de él.
Es cierto que algunos habitantes de Innsmouth que procedÃan de otras localidades afirmaban haber visto escenas horribles, pero las aterradoras historias del viejo Zadok, unidas a la deformidad de los habitantes, eran suficientes para provocar todo tipo de supersticiones y fantasÃas. Ninguno de los forasteros que vivÃan en el pueblo se atrevÃa a salir de noche. Se decÃa que era peligroso. Además, las calles estaban siempre oscuras.
Por lo que se refiere al comercio, la abundancia de pescado era casi increÃble; de todos modos, en Innsmouth se obtenÃa menos beneficio cada dÃa. Los precios bajaban continuamente y la competencia aumentaba. Como es natural, el verdadero negocio del pueblo era la refinerÃa, cuyas oficinas estaban en la plaza, unos portales más allá. El viejo Marsh nunca se dejaba ver. A veces se veÃa pasar su automóvil con las cortinillas echadas.
CorrÃa toda suerte de rumores acerca de la transformación que habÃa sufrido el viejo Marsh. En sus tiempos habÃa sido siempre muy atildado y se decÃa que vestÃa aún una elegante levita de tiempos del rey Eduardo, aunque se la habÃan tenido que adaptar a ciertas deformidades. Al principio dirigÃan sus hijos la oficina de la plaza, pero últimamente se habÃan retirado de la vida pública, dejando el peso del negocio a la generación más joven. Tanto ellos como sus hermanas habÃan sufrido un cambio muy extraño, especialmente los mayores, y se decÃa que estaban muy mal de salud.
Por lo visto, una de las hijas de Marsh era verdaderamente horrible. Según se decÃa, parecÃa un reptil. Iba siempre ataviada con una gran cantidad de joyas fantásticas; hasta llevaba una tiara del mismo estilo que la del museo, por lo que me dijo el muchacho. El mismo se la habÃa visto en la cabeza más de una vez. Sin duda provenÃa de algún tesoro escondido por los piratas o los demonios. Los curas -o los pastores, o como se les llamase a esos extraños sacerdotes- usaban también tiaras de ese tipo. Pero rara vez se les veÃa. Me confesó que él no habÃa visto más que una, la de la muchacha, aunque corrÃa el rumor de que existÃan varias en la ciudad.
Además de los Marsh, habÃa otras tres familias de elevada posición: los Waite, los Gilman y los Eliot. Todas eran gente retraÃda. VivÃan en casas inmensas, a lo largo de Washington Street. Se decÃa que con ellos vivÃan secuestrados ciertos familiares que sufrÃan también horribles deformaciones y cuyo fallecimiento habÃa sido certificado oficialmente.
Como en muchas calles habÃan desaparecido los rótulos, el muchacho me dibujó un plano rudimentario pero bien detallado del pueblo, para que pudiera orientarme. Después de examinarlo un momento, consideré que me iba a servir de gran ayuda. Le di las gracias y me lo guardé en el bolsillo, No me gustaba la idea de ir a comer al restaurante que habÃa visto, asà que le compré un poco de queso y galletas para tomar un bocado más adelante. El programa que me habÃa trazado consistÃa en deambular por las calles principales, hablar con alguien que no fuese de allà si tenÃa ocasión de ello, y coger el autobús de las ocho para Arkham. A primera vista se notaba que el pueblo era un caso extremado de decadencia colectiva. En fin, yo no soy sociólogo, de manera que limité mis observaciones a la arquitectura.
Empecé a buen paso mi recorrido sistemático por las sórdidas calles de Innsmouth. Después de cruzar el puente, me desvié hacia el fragor de los saltos de agua que habÃa rÃo abajo. Pasé junto a la refinerÃa Marsh, de la que no salÃa ruido alguno ni se notaba la menor actividad. El edificio estaba situado junto al rÃo, cerca del puente y de una confluencia de calles que debió de ser el primitivo centro comercial del pueblo, desplazado después por la actual Plaza Mayor.
Volvà a cruzar la garganta por el puente de Main Street, y desemboqué en un paraje tremendamente desolado. Los montones de cascote y los tejados fundidos formaban una lÃnea mellada y fantástica que se recortaba contra el cielo. Por encima, severo y decapitado, destacaba el campanario de una antigua iglesia. En Main Street habÃa algunas casas habitadas al parecer, pero sus puertas y ventanas estaban cerradas con tablas clavadas. Más abajo, unos edificios ruinosos y abandonados abrÃan sus ventanas como negras órbitas vacÃas sobre las calles empedradas. Algunos de aquellos edificios se inclinaban peligrosamente a causa de los hundimientos del suelo. Reinaba un silencio imponente. Tuve que armarme de valor para atravesar aquel lugar en dirección al puerto. Ciertamente, la impresión sobrecogedora que produce una casa desierta aumenta cuando el número de casas se multiplica hasta formar una ciudad de completa desolación. El interminable espectáculo de callejones desiertos y fachadas miserables, la infinidad de cuchitriles oscuros, vacÃos, abandonados a las telarañas y a la carcoma, provocan un temor que ninguna filosofÃa puede disipar.
En Fish Street estaba todo tan desierto como en la arteria principal, aunque ofrecÃa un aspecto diferente. HabÃa muchos almacenes, construidos de piedra y ladrillo, que todavÃa se conservaban en buen estado. Water Street era casi idéntica, salvo que tenÃa enormes espacios despejados en el lado de la mar, donde antes hubo muelles y embarcaderos, hoy hundidos. No se veÃa un alma, a excepción de los escasos pescadores del lejano espigón. Sólo se oÃan los blandos lametones de las olas en el puerto, y el rumor lejano de los saltos del Manuxet. Una creciente inquietud se iba apoderando de mÃ. Volvà la cabeza y miré hacia atrás furtivamente. Luego atravesé el vacilante puente de Water Street. El otro, el de Fish Street, estaba en ruinas según el plano.
Al otro lado del rÃo encontré indicios de cierta actividad: manufacturas de preparación y embalaje del pescado, algunas chimeneas humeantes, techumbres reparadas, ruidos indeterminados y unos pocos individuos que caminaban bamboleantes por los callejones mal empedrados. No obstante, este barrio resultaba aún más deprimente que la desolación del distrito sur. Las gentes aquà tenÃan más acentuada su deformidad que las del centro. Varias veces me recordaron, de manera confusa, algo tremendo y grotesco que no conseguà identificar. Evidentemente, la proporción de sangre extranjera era en éstos mayor que en los de los demás barrios, a no ser que la «pinta de Innsmouth» fuese una enfermedad, en cuyo caso debÃa estar causando estragos en este sector. De cuando en cuando también se oÃan crujidos, carreras presurosas, ruidos extraños y roncos que me hicieron pensar, no sin cierto nerviosismo, en los pasadizos ocultos que habÃa mencionado el muchacho de la tienda. Y de pronto, me di cuenta de que aún no les habÃa escuchado pronunciar una sola palabra, y que deseaba con toda mi alma que no llegara ese momento. Me estremecÃa con sólo imaginar el sonido de sus voces.
Después de detenerme a contemplar las dos iglesias -hermosas, aunque ya en ruinas- de Main y de Church Street, apreté el paso para salir cuanto antes de aquel inmundo barrio marinero. A continuación, mi objetivo deberÃa haber sido lógicamente el templo de New Church Green, pero sin saber bien por qué, no me atrevà a pasar otra vez por delante de aquella iglesia, en cuya cripta habÃa vislumbrado la fugaz silueta de aquel extraño sacerdote con tiara. Además, el muchacho de la tienda me habÃa advertido que las iglesias, lo mismo que el local de la Orden da Dagon, no eran lugares aconsejables para forasteros.
Por consiguiente, continué por Main Street hasta Martin Street, luego tomé la dirección opuesta a la mar; crucé Federal Street por arriba de Green Street, y me interné en el arruinado barrio aristócrata: Broad, Washington, Lafayette y Adams Street. Aunque sus avenidas, majestuosas y antiguas, tenÃan un pésimo pavimento, conservaban aún una magnÃfica arboleda y no habÃan perdido totalmente su primitiva dignidad.
Los edificios, unos tras otros, llamaban la atención. La mayorÃa eran casas decrépitas, rodeadas de jardincillos totalmente abandonados. De cuando en cuando se veÃa alguna vivienda habitada. En Washington Street habÃa una fila de cuatro o cinco edificios muy bien conservados, con sus jardines impecables. Pensé que el más suntuoso de todos -rodeado de parterres inmensos que se extendÃan a todo lo largo de la calle, hasta Lafayette Street-, debÃa de ser la casa del viejo Marsh, el infortunado propietario de la refinerÃa.
En ninguna de estas calles encontré alma viviente. Me extrañaba la completa ausencia de perros y gatos en Innsmouth. Otra cosa que me chocó fue que, incluso en las mejores mansiones, las ventanas de los áticos y del tercer piso permanecÃan firmemente cerradas y clavadas con tablas. El disimulo y el misterio parecÃan generales en esta extraña ciudad de silencio y de muerte. Por otra parte, no podÃa sustraerme a la sensación de que en todo momento me vigilaban unos ojos ocultos, taimados y fijos que no parpadeaban jamás.
Me sacudió un escalofrÃo al oÃr los tres toques de la campana cascada. Demasiado bien recordaba la iglesia de donde provenÃan esos tañidos. Siguiendo por Washington Street hacia el rÃo, fui a parar a una zona que antiguamente debió de ser industriosa y comercial. Frente a mà se alzaban las ruinas de una factorÃa, otros edificios en el mismo estado, y los restos de una estación de ferrocarril. Más allá, el antiguo puente ferroviario cruzaba la garganta a la derecha de donde yo estaba.
A la entrada del puente habÃa un cartel que prohibÃa el paso, pero me arriesgué y pasé otra vez a la orilla sur, donde volvà a tropezarme con individuos furtivos de torpe andar que me miraban con disimulo. También se volvieron hacia mà otros rostros, más normales éstos, pero con expresión de curiosidad y desconfianza. Innsmouth se me estaba haciendo intolerable por momentos. Torcà por Paine Street y me encaminé hacia la Plaza con la esperanza de coger algún vehÃculo que me llevara a Arkham, para no esperar hasta la salida del siniestro autobús.
Fue entonces cuando descubrà el cochambroso parque de bomberos y encontré al viejo -cara colorada, hirsuta la barba, ojos aguanosos, y vestido con unos andrajos indescriptibles- sentado en un banco allà enfrente y hablando con un par de bomberos mal vestidos, aunque de aspecto normal. Naturalmente, no podÃa ser otro que Zadok Allen, el chiflado bebedor cuyos relatos sobre Innsmouth tenÃan fama de espantosos e increÃbles.
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